La envidia
La envidia es uno de los peores venenos musicales. La fascinación por el virtuoso o por el genio hace estragos entre los músicos corrientes. Pero, ¿tiene envidia un árbol de otro árbol? En ocasiones la envidia puede llevar al suicidio musical. Por muy buenos que seamos siempre hay alguien mejor. Por eso este no es el territorio de los mediocres sino que la envidia es un veneno universal.
Esta visión de las obras musicales puede ser devastadora. Cuando nos comparamos con otro peor nos sentimos bien. (Pero esto no es más que autocomplacencia) y cuando nos comparamos con otro mejor nos sentimos mal (Aunque no sea más que masoquismo). Por eso las obras musicales están más allá del propio autor. Son como los árboles del bosque. Son autónomos. Y por muchos que halla siempre hay espacio para todos.
Las obras musicales deben tener su forma. Deben ser reconocibles. Deben ser música. Una vez conseguido esto, pasan a ser miembros de la comunidad musical. Proporcionan la variedad. Cuando un árbol nace torcido, o cuando se seca no llega a ser árbol. Pero para un árbol no hay muchos problemas. Casi todos llegan a serlo. No parecen muy preocupados por sus diferencias ni sus semejanzas. Todos juntos forman el bosque.
La fascinación por lo virtuoso es un sentimiento natural en el hombre. Casi un método de aprendizaje. Pero no debe pasar de una vacuna contra la pereza. Un sentimiento que nos impida el decaimiento. Cuando escuchamos buena música la curiosidad es irresistible. Además del disfrute hay un cierto acicate. El cerebro se pone en marcha y la música brota.
Pero esta fascinación nunca debe convertirnos en músicos “malogrados”. Ese es el peor de los sentimientos. Pasar de la admiración a la envidia.
El virtuosismo es uno de los caminos musicales posibles. Pero no conviene andarlo en solitario porque no lleva a ningún lugar. Los buenos compositores pueden estilizar su música con una elaboración técnica de proporciones gigantescas. Es una manera de poner el nivel de exigencia muy alto. Así se depura lo mediocre y solo llega al final lo mejor. Los esfuerzos titánicos del virtuoso se miran con admiración, más cuando la música, además, es buena. El genio no sólo tiene un talento genial. También hace verdaderos esfuerzos intelectuales para revestir este talento de un nivel de exigencia sin límites. Así depura su música.
Hay algunas mariposas que no sólo tienen éxito en su camuflaje. También parecen caprichosas criaturas que se han revestido de las más bellas y complejas formas para no ser vistas. El virtuoso no enseña su prodigiosa técnica. La esconde. Si no se convierte en un farsante.
Pero este camino no es el único. Algunos compositores no revisten sus composiciones de filigranas y cabriolas. Les interesa otro tipo de exigencia. La de lo verdadero. En su música late un corazón poderoso, pero su latido es muy sencillo. Sus composiciones no fascinan por lo que pueda haber de juego malabar sino por la poderosa veracidad de su discurso. En este tipo de obras el virtuosismo, como propuesta, no tiene cabida. Puede que haya pasajes difíciles y exigentes pero son una simple consecuencia del devenir musical. Puede que algunos momentos sean de una simplicidad inquietante. Más aún cuando desciframos el código escrito, la partitura. Es en esos momentos cuando se descubre el genio. Aquel que con un simple trazo dibuja la música mejor que cualquier instrumento de precisión.
En definitiva, la envidia es un veneno. Su antídoto se encuentra en el discurso de cada uno. Asumir que la música es externa y, que después de cumplir unas ciertas exigencias mínimas, (las que hacen al árbol ser un árbol), se convierte en parte del bosque musical.