Cuidar, amar ...
El acto musical requiere de cierto mimo. Nosotros, como oyentes, tenemos el deber de cuidar la música para que pueda ser mejor apreciada. La música no solo nos sirve, sino que también nosotros la servimos. Debemos revestirla de dignidad.
Cuidar todos los detalles de la escucha. El silencio, el entorno, la calidad del sonido. Atender al sonido. Amar la música.
Cuidar todos los detalles intelectuales. No banalizar lo trascendente. No elevar lo intrascendente.
Hablar siempre con respeto y escuchar para aprender.
Todo esto no son normas morales. Son pequeños consejos prácticos. Si cuidamos la música, esta suena mejor y sus ecos reverberan en nuestra cabeza. Las ondas nos acompañan por la calle, por las noches en la cama.
No es tan importante el tiempo, sino la calidad del tiempo. La música nos hace tomar consciencia de nuestro tiempo. El valor del tiempo es mayor cuando nosotros le damos valor al tiempo. El tiempo es más valioso si lo llenamos de música y ésta es más valiosa si la escuchamos.
Quedarse quieto y escuchar es una actividad muy complicada. Mis pies quieren andar. ¡No os mováis! ¡Así me distraéis y no puedo seguir el compás! ¿Y como bailaré si no puedo seguir el compás?
El sonido es como el humo del incienso. Se ve poco y se huele mucho. Pero el incienso huele mal en una casa fea.
Escuchar y pensar son dos actividades casi incompatibles. Escuchar y no pensar, esa es la mejor manera de acercarse a la música. Después la cabeza se llena de mariposas.
Nada más comenzar el sonido hay que juzgarlo. Así nos apropiamos de él y él de nosotros.
Amar es una actividad que depende de dos sujetos. Si nosotros amamos no debemos pedir nada a cambio aunque sepamos con certeza que el verdadero amor siempre es correspondido. Aquí se encierra una paradoja.